Calor. Frío. Sol. Nublado. Lluviecita. Más frío. Aire. Fresco. Frío. Así fue el día.
Fueron más de 15 minutos corridos los que pasé viendo a un pequeñísimo pájaro amarillo revolotear por los arbustos del jardín. Me había llevado a mi sobrino más pequeño a ver a las mascotas y en cambio, tanto él como yo fuimos fascinados por el juego encantador de revolotear de aquel pequeñito pajarito. Iba y venía. Se posaba en las ramas. No duraba ni un minuto cuando se posaba en el pasto. Subía a un arbusto. Bajaba a la palma de la sávila. Volvía a revolotear y subía a algún huequito de la reja. Emprendía el vuelo y volaba con destreza y arte y aterrizaba de nuevo en algún arbusto al lado de alguna morada flor de bugambilia.
Toda aquella tristeza comenzó a irse entonces. Empecé a cantar aquel viejo himno que durante años fue una fuente de consuelo para mi corazón: "¿Cómo podré estar triste? ...si Él cuida de las aves, cuidará también de mí". No se escuchaba mas que el viento soplando y mi queda canción. El pajarito seguía revoloteando mientras lo seguían mis ojos llenos de agua.
¡Han sido días tan atareados y ocupados, pero tan diferentes entre sí! Un día, muero a carcajadas. Al otro, trato de separar y dar fin a una pelea. Al siguiente, estoy sentada frente a frente con personas clave para mi vida, compartiendo y detonando zonas internas para mutua edificación.
Horas después, el pajarito seguía revoloteando, pero ahora más alto. Subió a la copa del árbol cerca de la ventana y por ahí iba y venía, dejándose ver. Lo miré de lejos, repasando una y otra vez aquellas frases poderosas... "si Él cuida de las aves, cuidará también de mí". Tan pequeño, y aún así, tan poderoso para moverse en la jurisdicción donde Dios lo colocó tiernamente...
domingo, 31 de enero de 2010
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
Qué bonito...
ResponderEliminar